De un sótano parisino a la eternidad digital: un viaje al 28 de diciembre de 1895, la tarde en que los hermanos Lumière domesticaron la luz y convirtieron el asombro cotidiano en la fábrica de sueños más grande de la humanidad.
Por Jorge Alonso Curiel
HoyLunes – El 28 de diciembre de 1895, en un sótano parisino del bulevar de los Capuchinos, ocurrió algo que cambiaría para siempre la forma en que la humanidad se cuenta historias. Aquella tarde, en el Salón Indien del Grand Café, los hermanos Auguste y Louis Lumière realizaron la primera exhibición pública y comercial de su cinematógrafo. Hoy, exactamente 130 años después, el cine sigue proyectando su magia desde aquella chispa inicial.
París estaba lejos de imaginar lo que estaba a punto de suceder. Por unas monedas, un pequeño grupo de curiosos se sentó frente a una pantalla blanca. No había estrellas, ni alfombra roja, ni palomitas. Lo que sí había era expectación. Entonces, las luces se apagaron y las imágenes comenzaron a moverse. Obreros saliendo de una fábrica, un tren llegando a la estación, un jardinero regando plantas. Escenas simples, cotidianas, pero absolutamente revolucionarias.

Cuenta la leyenda —probablemente exagerada, pero irresistible— que algunos espectadores se asustaron al ver el tren avanzar hacia ellos, convencidos de que saldría de la pantalla. Más allá del mito, lo cierto es que el impacto fue profundo. Por primera vez, la realidad podía capturarse, reproducirse y compartirse en movimiento. El tiempo, de algún modo, había sido domesticado.
El cinematógrafo de los Lumière no era solo una cámara: también era proyector y copiadora. Portátil, ingenioso y eficaz, permitió llevar esas imágenes más allá de los laboratorios y ferias científicas. El cine nacía así como espectáculo público, como una experiencia colectiva. Un ritual que, pese a pantallas cada vez más pequeñas y consumo individual, seguimos buscando y disfrutando más de un siglo después.

Paradójicamente, los propios Lumière no creían que su invento tuviera demasiado futuro. Lo veían como una curiosidad técnica, no como un arte. Otros, como Georges Méliès, supieron intuir su potencial narrativo y fantástico. A partir de ahí, el cine empezó a crecer: a contar historias, a inventar mundos, a emocionar, a hacer reír y llorar y hasta conseguir cambiar la vida de las personas.
En estos 130 años, el cine ha sobrevivido a guerras, censuras, crisis económicas, a la llegada del sonido, del color, a la irrupción de la televisión, al vídeo doméstico y a las actuales plataformas digitales. Ha cambiado de forma, de soporte y de lenguaje, pero su esencia continúa siendo la misma.

Recordar aquella tarde de diciembre de 1895 no es solo un ejercicio histórico de nostalgia. Es reconocer el momento exacto en que el mundo cambió a partir de ese día, cuando la imaginación encontró un nuevo hogar, o quizá su gran hogar. En el Salón Indien del Grand Café comenzó la expresión artística que englobaría a las demás artes y que cambiaría la manera de relacionarnos con la realidad.
Porque mientras haya alguien dispuesto a sentarse a oscuras para dejarse sorprender por una historia en movimiento, el cine seguirá vivo. Sigamos disfrutando.

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